domingo, 5 de noviembre de 2017

Juan Pérez-Villamil. Una luz a la sombra de Jovellanos



Juan Pérez-Villamil
Una luz a la sombra de Jovellanos

 
Inmaculada Urzainqui

Si la figura de Jovellanos, en su vida y en su obra, se reconoce lo mejor de la aportación asturiana a la Ilustración española, no es menos cierto que a su lado hubo otras vidas y otras obras que, aunque menos relevantes, tuvieron también una notable proyección en la sociedad y en la cultura de la época, por más que la historiografía del Siglo de las Luces los haya relegado a una borrosa zona de semipenumbra. La de Juan Pérez-Villamil, amigo de Jovino y coincidente con él en no pocos planteamientos y actitudes vitales, es una de ellas. Por eso, en el marco de este año de celebraciones jovellanistas, resulta particularmente grato acercarse a su figura, ahora desde el prisma nuevo de observación que nos ofrecen Jesús Mella y Julio Antonio Vaquero, y asistir al reconocimiento que ellos le han ganado desvelando una faceta apenas conocida de su trayectoria intelectual.
 

Juan Pérez-Villamil y Paredes (1754-1824) no es ciertamente, un desconocido en la bibliografía asturianista. Lo fundamental de su vida y obra está en Toreno, Fuertes Acevedo, Canella, Constantino Suárez y en la más reciente monografía de Señas Encinas publicada en el Boletín del IDEA de 1954. Sin embargo, la parte del león se la ha llevado su participación en la agitada vida política de las décadas iniciales del siglo XIX, quedando oscurecidos o apenas esbozados otros muchos aspectos de sus años anteriores.

El gran libro sobre “este preclaro asturiano”, como lo distinguió Fuertes Acevedo, todavía está por escribir, aunque el que ahora comentamos supones una importante aportación en la búsqueda de ese personaje total que la historia de Asturias está exigiendo.
 

Su personalidad, como la de otros muchos a los que tocó vivir en aquellos cruciales años de liquidación del Antiguo Régimen, ofrece una faceta de luz y otra de tinieblas, por lo que tuvo de abandono de posiciones reformistas para acabar anidando en el oscuro árbol de la reacción fernandina. Nacido en Puerto de Vega, en el concejo de Navia, su vida fue básicamente la de un hombre de leyes vocacional, riguroso y concienzudo en su trabajo, de amplia formación intelectual, abierto a todas las inquietudes sociales del momento, y comprometido en el programa regeneracionista de la Ilustración, aunque luego los sucesos posteriores al levantamiento contra los franceses y la quiebra del orden tradicional le condujeron hacia posiciones conservadoras muy distantes de las de su trayectoria anterior.

Fue también  -y podemos conocerlo ahora a través de esta cuidada edición de su Historia civil de la Isla de Mallorca, que redactó estando en la isla como fiscal de la Real Audiencia (1787-1796)-  un notable historiador encuadrado en los cánones más estrictos del mejor criticismo historiográfico del siglo XVIII, aunque, lamentablemente, dejara inacabada esta obra.
 

Estrechamente vinculado a Jovellanos y Campomanes (extremo este último que el estudio preliminar aclara con datos fehacientes), no sólo coincidió con ellos en haber pasado buena parte de su existencia fuera del principado, sino en muchas de sus actitudes y convicciones. Los tres pertenecieron a aquella casta de magistrados comprometidos con un tiempo, de saberes múltiples, excelentes conocedores del Derecho, y, sobre todo, profundamente apasionados por la Historia. Y no por simple prurito de erudición. Los tres sabían, como lo sabían Andrés Burriel, Antonio de Capmany, Juan Pablo Forner, Rafael de Floranes, Manuel Risco, etcétera, que la Historia era, ante todo, un conocimiento útil, que podía y debía ser la mejor de las atalayas para comprender la realidad, y sobre manera, para avistar las soluciones cara al futuro; que el derecho, como la política y como la ciencia, si querían avanzar, debían reconocerse en su pasado. En suma, que el progreso debía descansar inexcusablemente en el conocimiento histórico. Un conocimiento múltiple, civil, centrado en la vida total del hombre y no sólo en los hechos relevantes de monarcas y grandes señores; que atendiera a las leyes y las costumbres, a la organización social y a la Administración pública, al comercio y a la economía, a las ciencias y a la literatura, a las “glorias” y a las “miserias”.
 

Realidad humana

Así fue como planteó Villamil su Historia civil de la Isla de Mallorca: como instrumento de análisis de la realidad humana en la que le tocó vivir y como un saber necesario para ejercer con eficacia sus tareas de gobierno. Y aunque no pasase de eso, de un proyecto del que apenas culminó una pequeña parte, es ya de suyo una lección de historia. Por lo que quiso ser, y por los interesantes materiales y noticias que reunió para formarla, rescatados con rigor y paciencia considerables de diversos archivos mallorquines.
 

El texto que ahora se publica es el del manuscrito original, que perteneció al conocido bibliógrafo Pascual de Gayangos, hoy en la Biblioteca Nacional, y del que ya había dado cumplida noticia Francisco Aguilar Piñal en su monumental Bibliografía española del siglo XVIII. Ignorado o confundido por la bibliografía asturiana, los editores lo publican con un magnífico estudio preliminar, modernizando en parte la ortografía, y con precisas notas al texto, que permiten calibrar mejor las singulares aportaciones de este asturiano trasplantado a la isla balear.

No es, sin embargo, esta edición un estudio analítico sin más de su faceta historiográfica. Como suele ocurrir en investigaciones penetradas de rigor y honradez intelectuales, el título, contenido en los márgenes del objetivo prioritario de la investigación, se queda corto con respecto a la rica información que contiene. De hecho, es una magnífica semblanza de todo el hombre, que emerge de ella con los perfiles más interesantes de su proteica trayectoria humana e intelectual, algunos desvelados ahora por primera vez gracias a documentación de primera mano procedente de los archivos mallorquines, a la que se ha incorporado la bibliografía más solvente y actualizada.

El estudio preliminar permite seguir paso a paso todo el arco de su existencia, completando y corrigiendo lo que hasta ahora se sabía de ella. Tras graduarse en Leyes y Cánones por la Universidad de Oviedo y realizar cuatro años de práctica forense que establecía la ley con Felipe Ignacio Canga Argüelles (1741-1798), a la sazón abogado de la Audiencia y catedrático de Prima en la Universidad, Pérez-Villamil marchó a Madrid para ejercer la abogacía, que hizo compatible con una intensa participación en la vida intelectual de la época. De esos años son sus primeros escritos sobre Jurisprudencia e Historia, que le llevaron a formar parte de la Real Academia de Derecho Patrio y de la Sociedad Matritense de Amigos del País, de la que fue miembro destacado. Él formó parte de la Junta Particular de Agricultura que se constituyó, bajo la dirección de Jovellanos, para elaborar el general Informe… en el expediente de Ley Agraria, encargado por el Consejo de Castilla, para el que reunió una gran cantidad de datos e informaciones. Con Jovellanos trabajó también, como ya desveló Lucienne Domergue en su magistral trabajo sobre Jovellanos à la Société Économique des Amis du Pays de Madrid (1971), su decisiva participación en el proyecto, finalmente fallido, de poner en marcha una publicación periódica de información económica para cooperar en el desarrollo del país.
 

Después de doce años en la Corte cambió el foro por la magistratura, tras ser nombrado fiscal de la Audiencia de Mallorca, un puesto nada fácil por las tensiones que por entonces vivía la isla por las pretensiones reivindicativas de igualdad legal de los chuetas (descendientes de los judíos, que venían arrastrando una penosa situación de marginación y segregación social) y por el ambiente bélico que se respiraba todavía tras la guerra contra Inglaterra. Cabe suponer, como señalan los autores, que a tal destino le condujera su probado conocimiento del conflictivo asunto, al haberse encargado de la defensa de la Ciudad, Cabildo y Universidad de Palma frente a las pretensiones de los chuetas, adoptando una postura  de medido equilibrio y sabia estrategia para hacer posible, sin rupturas traumáticas, la adquisición de sus derechos ancestralmente negados.
 

Su estancia en la isla, en plena madurez, estuvo marcada por una intensa dedicación a su labor profesional y el empeño, no menos intenso, por resolver sus problemas más acuciantes, poniendo en todo ello sus mejores energías.

Como había hecho ya José Antonio Mon y Velarde, nombrado oidor de la Audiencia de Mallorca en 1777, puesto en el que permanecería hasta 1786, y como haría algunos años después Jovellanos en su confinamiento, no quiso quedarse al margen del entorno que le acogía; antes bien, se interesó vivamente por él, aunando sus fuerzas a la obra reformadora de los ilustrados mallorquines.
 

La investigación de Mella y Vaquero se centra justamente en esos años isleños que encuadraron su labor historiográfica, vertebrados en torno a sus actuaciones como fiscal, en sus trabajos en la Sociedad Económica Mallorquina de Amigos del País, de la que na da más llegar quiso formar parte como miembro activo, al igual que hiciera antes su paisano Mon y, obviamente, en su investigación histórica. En la Sociedad Mallorquina intervino en las comisiones de educación, agricultura e industria. En materia educativa una de sus actuaciones más importantes fue la de conseguir la reapertura de la Escuela de Dibujo, medular para el desarrollo artesanal de la isla, y que por falta de medios había dejado de funcionar desde hacía tiempo.

También logró poner en marcha una Academia Médico-Práctica para promocionar el estudio experimental de la Medicina. Por lo que respecta a la agricultura, intervino directamente en el establecimiento de unas Ordenanzas para la explotación de los montes y arbolado de la isla, mostrándose, como buen ilustrado, firme promotor del desarrollo forestal y contrario a las talas indiscriminadas. Y, en cuanto a la comisión de industria, su labor más destacada se orientó, siguiendo los planteamientos insistentemente expuestos por Campomanes, hacia la reforma de las reaccionarias ordenanzas gremiales que detenían, por su corporativismo cerrado, el proceso productivo. Comisionado por la Sociedad Mallorquina, fue el encargado de pronunciar el 19 de marzo de 1789 el Elogio de Carlos III a raíz del fallecimiento del monarca. Como fruto y culminación de estas tareas fue elegido por mayoría absoluta Director segundo de la misma, cargo en el que también le había precedido Mon entre 1780y 1784. 
 

Los años posteriores

Cesado en el cargo en 1797, volvió a la Corte, donde recibió el nombramiento de Alcalde de Casa y Corte y el encargo del Consejo de Castilla, a través de Jovellanos, de realizar una nueva edición de la Recopilación. Nombrado al año siguiente Regente de la audiencia de Asturias, no llegó a ocupar el cargo, pues inmediatamente recibió el de Fiscal togado del Consejo supremo de Guerra, magistratura que ejerció hasta 1807, en que pasó a Auditor general del Consejo del Almirantazgo. En esta nueva etapa madrileña reanudó, como era de esperar, su activa participación en los medios intelectuales de la capital, que le valió toda suerte de reconocimiento y honores. En 1803 fue elegido socio de honor de la Real Academia de la Historia y, a renglón seguido, supernumerario, en razón a los trabajos históricos desarrollados en Palma de Mallorca, llegando a ser elegido Director de la misma a finales de 1807. En 1804 fue elegido miembro honorario de la Real Academia Española, de la que pasó a ser académico de número en 1814, año en que también fue elegido académico de San Fernando.
 

Su figura cobró particular relieve político por el destacado papel en los sucesos de 1808, en los que optó decididamente por la actuación antinapoleónica. En su haber está la redacción, el 2 de mayo de 1808, del conocido bando del alcalde de Móstoles animando al levantamiento contra los franceses. Durante los cruciales meses siguientes participó activamente en la reorganización del Estado para hacer frente a los franceses, hasta que, el 22 de mayo de 1809, fue arrestado y junto con otros siete individuos más fueron trasladados a Bayona (Francia), y de allí confinados en Orthez (Francia). Obtenida la libertad en 1811, regresó a España, a Cádiz, para continuar más directamente la lucha contra los franceses, siendo nombrado miembro del consejo de Regencia instituido por las Cortes.

Evolución

En los años siguientes, y a medida que iba haciéndose más abierta la ruptura con el pasado estamental, experimentó, al igual que Mon y Velarde y otros muchos, la profunda evolución ideológica que dejan ver sus actuaciones como Regente del Reino, cargo para el que fue nombrado en 1812 y en el que se mostró   -como ya puso de manifiesto el conde de Toreno-  inequívocamente antirreformista, convirtiéndose en unos de los principales dirigentes de la facción realista.

Mella y Vaquero no han querido dejar en la penumbra estos rasgos oscuros de su ejecutoria políticas, y, en apretado resumen, destacan los hotos fundamentales de su intensa participación en la vida política de esos años. Al regreso de Fernando VII a España en 1814, fue uno de los políticos que más trabajaron en la restauración del orden absolutista. Él fue, con Miguel de Lardizábal, el redactor del decreto de 4 de mayo de 1814 por el que se abolía el orden constitucional establecido en Cádiz, anulándose toda la obra transformadora de las Cortes constitucionales. Nombrado por Fernando VII miembro del restaurado Consejo de Estado, fue ministro interino de Hacienda entre noviembre de 1814 y febrero de 1815. Durante el llamado Trienio constitucional estuvo confinado en Plasencia y Móstoles. Luego, rehabilitado. Fue repuesto en su cargo de consejero de Estado, y en enero de 1824 designado presidente de la Junta de Fomento de la Riqueza del Reino, falleciendo muy poco después, a la edad de sesenta y nueve años.

Poco tuvo que ver, pues, su final con el del general Riego, cuya atractiva personalidad hemos recordado recientemente en el homenaje institucional y cultural que el Principado ha otorgado a su persona. La vida y los hombres han sido así, y la Historia no puede ni debe cambiarlos. Pero sí le compete, como han hecho Jesús Mella y Julio Vaquero, reconstruir e interpretar sus facetas ignoradas o, cuando menos, poco conocidas.
 

Con su edición prologada y anotada de la Historia civil de la isla de Mallorca (Ajuntament de Palma, 1993), la persona y la obra de Pérez-Villamil llega hoy a los asturianos con perfiles mucho más nítidos y acabados que lo estaban antes de ella. Para los mallorquines, significa recuperar un texto fundamental de su historiografía.

© Todos los derechos reservados

Publicado en el suplemento Cultura nº 261 (pp. I-II) del diario La Nueva España (Oviedo, 14 mayo de 1994)


Historia civil de la isla de Mallorca
Juan Pérez-Villamil
 
Estudio preliminar, edición y notas de Jesús Mella Pérez y Julio Antonio Vaquero Iglesias
 
Ajuntament de Palma (IMAGEN/70)
Palma de Mallorca (España), 1993
269 pp.
ISBN: 8487159745
 
 
A la memoria de Don Lorenzo Pérez Martínez
 
ÍNDICE
 
I.- ESTUDIO PRELIMINAR
 
- La Historia civil de la isla de Mallorca de Villamil
 
- Noticia biobibliográfica del autor
- La Historia civil de la isla de Mallorca y la historiografía ilustrada
- Contenido y método historiográfico de la Historia civil de la isla de Mallorca
- Pérez-Villamil y la historia de Mallorca
- Nuestra edición
 
- Juan Pérez-Villamil y el reformismo ilustrado mallorquín
- Juan Pérez-Villamil en la Sociedad Económica Mallorquina de Amigos del País
- La actuación de Pérez Villamil como fiscal de la Audiencia
 
- Juan Pérez-Villamil y el problema chueta
 
II.- HISTORIA CIVIL DE LA ISLA DE MALLORCA
      [La escribía para el uso de sus amigos, i suyo propio Don Juan Pérez Villamil, Fiscal de la R(ea)l Audiencia de la Isla]
 
- Preliminar
 
- Apéndice de documentos
 
- Leyes Palatinas (de Jaime III) y notas para su ilustración