viernes, 24 de septiembre de 2010

Melquíades Álvarez y el Jurado *



Busto del tribuno gijonés

Es sabido que el Jurado, como representación popular en la impartición de la justicia penal, es una vieja aspiración democrática y como tal institución ha sido recogida en las Constituciones españolas de sesgo más progresista. Así, la de 1.931 le dedicaba el artículo 103 y su desarrollo mediante ley posibilitó su funcionamiento hasta septiembre de 1.936, en términos bastante parecidos -y salvando las distancias- a los recogidos actualmente en la Ley Orgánica 5/1.995 del Tribunal del Jurado y modificación posterior.
            Su fracaso en la España de la Segunda República, por falta de una cultura y de una tradición en nuestro ordenamiento jurídico, no puede discutirse a la luz de los testimonios históricos. Ahí están las observaciones de los penalistas, entre ellas la del insigne socialista Luis Jiménez de Asúa, que incluso era partidario de la suspensión de actuación del Jurado cuando se diesen situaciones de gravedad en el país, o localmente en una provincia concreta. Fórmula contemplada en  nuestra actual Constitución y que bien pudiera aplicarse temporalmente en relación a las circunstancias que concurren en el País Vasco, en vista de sentencias increíbles como la dictada forzadamente por un veredicto escandaloso hace pocas fechas.
            Pero pese a todo, de siempre el Jurado puro ha tenido buena prensa. A lo largo de la historia se advierte que en general una institución como ésta nunca ha sido rechazada por su naturaleza, sino por su mala regulación en determinados momentos. Ya se sabe que una cosa es la teoría y otra muy distinta la práctica.
            Las reticencias conservadoras a esta especie de democracia directa dentro de la justicia han sido también viejas -no sólo de ahora- y han fomentado cálidos debates entre juradistas y antijuradistas a lo largo de la historia de España. La derecha siempre ha recelado del Jurado como experiencia de poder popular.  No por ello los argumentos en contra de su implantación deben menospreciarse, pues siempre y por principio la intervención de profanos en la Administración inspira desconfianza  y debe obrarse con cautela. Además, la figura del Jurado parece pensada para una sociedad plural y normalizada, y no siempre  y en todo lugar se dan tales situaciones.
            Estos y otros inconvenientes son los que apuntó en los convulsos años de la Segunda República el tribuno Melquíades Álvarez, reparos que recogemos con el ánimo de demostrar que puede mejorarse el modelo y su funcionamiento, tras reflexión serena y lectura “en positivo”. Obviamente las circunstancias históricas son otras y aunque no se compartan los planteamientos ideológicos que subyacen en el discurso, si son aceptables y atinadas algunas de sus observaciones concretas,  que en su día constituyeron  la línea programática del Partido Republicano Liberal Demócrata (antes Partido Reformista) al respecto y que rescatamos del libro apologético de Mariano Cuber -antiguo alcalde de Valencia y subsecretario de Instrucción Pública- sobre la figura del político asturiano editado en 1.935 por la madrileña casa Reus. Tal era el credo melquiadista, al que sobran comentarios:


            “De todas las supersticiones democráticas, el Jurado, que tanto entusiasmó en otras épocas a los aventureros de la toga, es la conquista que menos ha despertado siempre mis simpatías. No he podido nunca transigir con ese llamado tribunal popular, de origen inglés, por principios científicos, por deficiencias de su organización y por condiciones de orden social y ético, impuesta por la fuerza de una triste realidad.
            Los hechos vienen a darnos la razón a los que así pensamos. Ya el Gobierno de la República trata de recortar el índice de asuntos que se sometan al Jurado. No se conseguirá nada con ello. Es preciso que ese disparatado tribunal, por el que se adjunta a los jueces de carrera, por un procedimiento estrictamente mecánico, un personal incompetente, casi siempre compuesto de gentes descalificadas, o se reforme substancialmente, tanto en lo accidental como en lo adjetivo, o que se suprima. Esto último sería lo más práctico.
            Los que defienden el Jurado, lo hacen más fijándose en su significado político que en su aspecto técnico. Creen que al defenderlo luchan por el principio de la soberanía popular, por la expresión del self-government en el poder judicial. No basta esto para legitimar su existencia, cuando está demostrado que tal institución debilita y perturba la acción judicial. En la práctica, ha sido el Jurado, sobre todo en España, una constante deshonra de la justicia. Cuando no se cotizan los veredictos, los dicta el miedo o el interés de clase o de partido. Así, por corrupción, por flaqueza o por temor, van quedando impunes todos los delitos. Y así también se labra inevitablemente el desorden y se estimula el crimen, por lo mismo que la impunidad acusa, con daño de todos los intereses sociales, la impotencia y el desprestigio del Poder público.
            Por eso el Jurado ni tiene autoridad ni inspira confianza a nadie. Y no basta revisar el índice de su competencia, sino ‘el por qué’ del contenido de sus veredictos, para impedir que éstos puedan darse falseando o negando hechos cuya evidencia o realidad física no admite negativa sin burla para la verdad, para la justicia y para la lógica. Hay que evitar que, por flaquezas del deber cívico, perdure el veredicto escandaloso que, además de absurdo, es monstruoso, y sobre el cual la Sala se ve forzada a pronunciar sentencia, con agravio para su propio convencimiento y para el sentido común.
            En una verdadera democracia, sólo deben desempeñar los cargos públicos aquellas personas que reúnan las condiciones de aptitud exigibles por la naturaleza de los mismos. Y las materias que se someten a la resolución de los Jurados, en contra de lo que se dice, requieren condiciones y conocimientos técnicos que no se improvisan. La distinción entre el hecho y el derecho, no puede separarse fácilmente, porque ‘no es tan sencillo saber si tal o cual persona es responsable de un delito y si en él han concurrido estas o aquellas circunstancias; pues esto, además del conocimiento de la ley y del hecho, requiere el profundo de la naturaleza humana, de lo móviles que en el hombre influyen para determinarle a obrar, de las condiciones especiales que concurren en los presuntos reos, de la relación que existe entre unos y otros hechos, y, sobre todo, de la índole de las pruebas y del valor que debe atribuírselas, cosa que ciertamente no puede adquirirse con la simple lectura de un proceso’.
            Cierto que el Jurado simboliza el apogeo del foro más ilustre del mundo. Pero el procedimiento formulario de los romanos era completamente distinto del actual. En Roma, planteada la acción litigiosa ante los magistrados, éstos resolvían el caso en una ‘sentencia condicional’, y luego el Jurado, el pueblo, aprobaba o no los hechos, y absolvía o condenaba en definitiva.
            Actualmente, en Alemania e Italia, en vez del Jurado, existe un Cuerpo de Asesores, que comparten sus funciones con los jueces de derecho. La opinión de los Asesores puede o no ser tomada en cuenta por los magistrados en todo o en parte, en lo que sean justas sus apreciaciones. Así este Jurado, ni se corrompe, ni claudica, ni puede realizar actos sediciosos y disolventes, movido las más de las veces por el incienso de una retórica cursi que casi siempre despide vaho de sangre.
            Además, la heterogeneidad de los elementos psicológicos que forman nuestro Jurado, hace que la mayor parte de las veces, doce hombres, aun estando entre ellos seres de buen deseo y de inteligencia, den un veredicto estúpido y absurdo, opuesto al que habría dado cada uno de ellos aisladamente. Ya hizo notar con gran sutileza Bentham, que hay una gran diferencia de buen sentido en las resoluciones que dan los organismos que tienen una existencia permanente y homogénea, de aquellos otros que tienen una existencia de ocasión y efímera. Cuanto más adventicia, accidental e inorgánica sea una reunión de individuos, más imposible es que hagan nada razonable ni justo.
            Esto pasa con el Jurado. La mayor parte de las veces es dominado, no por los más inteligentes, sino por los más activos para el mal. Ya que el cargo es penoso y duro para el que quiere cumplir con su deber, y sólo reposado y provechoso para el que lo infringe. Constituido como ahora el tribunal popular, se convierte en cátedra de desprecio a la ley y de homenaje al delito.
            Hay que confesarlo con dolor: el Jurado ha causado en España más estragos sociales que el más repugnante de los crímenes, pues con él se ha degradado diariamente la función augusta y soberana de la justicia”.

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                                                                                                                                                 Jesús Mella

* Publicado en el diario La Nueva España (Oviedo) el día 17 de marzo de 1997, p. 64.

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