viernes, 24 de septiembre de 2010

Julio Verne: el mundo en un fichero *

Jesús Mella 

A mi hijo Jorge (7 años)

2005, año que agoniza, ha tenido por protagonistas destacados a Don Quijote de la Mancha, cuatrocientos años después de ser alumbrado por Miguel de Cervantes, a Hans Christian Andersen, al haberse cumplido dos siglos de su natalicio, y al francés Jules Verne, en el centenario de su muerte.
Como suele ser habitual, sobre Verne también se han celebrado congresos y exposiciones, se han reeditado títulos olvidados de su obra, y han visto la luz diferentes biografías, algunas inéditas, y otras, simples repeticiones.



Aún así,  sorprendentemente, a muchos alumnos de nuestras aulas la figura de Verne les es desconocida, y solamente algunas de sus obras son recordadas, más por ser llevadas al cine y a la televisión que por ser leídas. Hoy se conoce más al misántropo capitán Nemo, al excéntrico Philéas Fogg, o al estoico Miguel Strogoff,  que a su creador. Atrás quedan aquellos años en los que se crecía sin televisión, en los cuales, los niños y jóvenes de mi época  tenían la satisfacción de acompañar a Emilio Salgari y a Julio Verne recorriendo apresuradamente maravillosas aventuras de sabios y héroes, personajes que cobraban vida propia. Lo hacíamos, recuerdo agradablemente, en la curiosa colección “Historias selección” de la desaparecida Editorial Bruguera, que tenía la particular virtud de hacer un resumen ilustrado, en forma de historieta, dentro de un “aligerado” texto. Eran, las de Verne, narraciones diferentes, verosímiles, pues los inventos, por muy fantásticos que pareciesen, tenían una base realista. Convivían ciencia e imaginación, y el autor francés aparecía como un propagandista de la revolución científica e industrial. Como lectores, Julio Verne  -se hace difícil llamarle Jules-, fue nuestro mito de origen.
El pasado día 24 de marzo moría, hace cien años, Julio Verne, acaso el autor más popular y traducido de la literatura universal, a pesar de que fue criticado y ridiculizado por el escepticismo científico y por los puristas de su tiempo, que lo acusaban de mercantilista. De él se ha destacado la genialidad por visionario y por haber sido pionero de la novela científica de ficción  -junto con Edgar Allan Poe y Herbert George Wells-, así, al menos, se le ha venido considerando. Desde la perspectiva de hoy difícilmente podría seguir siendo calificado de visionario, ya que no se mantienen en pié la mayoría de los tópicos e ideas preconcebidas que fueron calando en el imaginario colectivo y que mitificaron al escritor francés. En realidad casi todos los inventos que aparecen en sus obras están documentados y el propio Verne hizo constar, en su momento, quienes fueron sus autores. No hay nada de misterio, sólo manejaba hábilmente magnitudes conocidas. Así pues, el despertar de la ciencia moderna había corrido casi en forma paralela a la pluma del autor bretón: el futuro era el presente. Cien años después de su muerte, prácticamente todas sus “predicciones” se han cumplido, excepto el quimérico viaje al interior de nuestro planeta.
Posiblemente esa mitificación de la que hablamos ha hecho que en realidad poco se conozca de su poliédrica persona, o al menos no lo suficiente. Ya se sabe que los mitos disfrutan de larga vida. No vamos a relatar con detalle la peripecia vital de Julio Verne, pues el lector interesado siempre podrá conocerla mejor si acude a la consulta de alguna de las biografías publicadas por los especialistas. Pero no están de más algunas pinceladas, a pesar de que el propio autor manifestase que la historia de su vida era poco interesante, más bien triste. En efecto, lo asombroso de Verne es el contraste entre su mediocre vida y el poder de seducción de los maravillosos viajes imaginarios que nos legó. En todo caso, sean estas líneas nuestro humilde homenaje.
Jules Gabriel Verne nació el día 8 de febrero de 1828 en la activa ciudad portuaria de Nantes (Bretaña), concretamente en la hoy desaparecida isla de Feydeau, anclada entre los dos brazos de la desembocadura del Loira, circunstancia que marcaría su destino y su afición al mar. Fue el primer hijo del matrimonio pequeñoburgués formado por el abogado-procurador Pierre Verne y la joven Sophie Allote de la Füye, procedente de una familia de armadores y comerciantes. Julio tendría cuatro hermanos más, siendo el segundo  -Paul-  el que más estuvo unido a sus aficiones.
Su educación comenzó en una escuela privada de cierta reputación, a la que acudían los hijos de la burguesía local. A los nueve años ingresó en un pensionado dependiente del obispado y a los doce entró en el seminario menor de Saint-Donatien. A los quince dejó el seminario para matricularse en el Collège Royal, al objeto de preparar bien el examen de bachiller. Durante este tiempo realizó igualmente estudios de música y piano. Al mismo tiempo se convirtió en un lector infatigable, siendo sus autores predilectos: Walter Scott,  James Feminore Cooper, Daniel De Foe y sobre todo Víctor Hugo y Charles Dickens. También escribió algunas piezas teatrales, que permanecen inéditas.
Terminado el bachillerato empezó sus estudios de Leyes en Nantes, tal como había establecido su padre. Ello propició que tuviese que desplazarse en determinadas ocasiones a París, al objeto de realizar los exámenes oficiales correspondientes.
A finales de junio de 1848, tras desengaños amorosos,  lo vemos ya instalado en el Barrio Latino de la capital francesa para acabar sus estudios de Derecho. Todavía quedaban en la retina los efectos de la revolución de febrero que había destronado a Luis Felipe de Orleans e instauraba la  II República. La clase proletaria se había levantado contra la burguesía. Debe destacarse que los años de estancia de Verne en París coincidirán con una gran agitación política.
De inmediato frecuentó el mundillo literario y las tertulias políticas, sin dejar sus estudios. Vive a expensas de su padre. Tiene tiempo para leer a sus contemporáneos: Alexandre Dumas   -padre e hijo-, Víctor Hugo o Alfred de Musset, entre otros muchos. También a los románticos germanos Schiller y Goethe, o a los clásicos Molière y Shakespeare.
En tal ambiente, se puso a escribir en serio pero con el interés disperso: comedia, vodevil y opereta. La amistad con los Dumas hizo que una primera comedia fuese representada en su Théâtre Historique. También conoció al aventurero Jacques Arago, que le aficionó a la narración geográfica. En dicho género empezó a colaborar en la revista Le Musée des Familles.
En 1851 concluyó sus estudios de Derecho, que había relegado. A pesar de la insistencia de su padre  -autoritario y conservador-  para que le sucediese en el bufete familiar de Nantes, Jules desoye sus consejos y decide dedicarse a la literatura. En tal circunstancia, tuvo que ingeniárselas para subsistir dignamente, trabajando en el despacho de un abogado y dando clases particulares en la capital francesa. Asimismo, por recomendación de Dumas, consiguió ser contratado como secretario del Théâtre Lyrique. En dicho período publicó narraciones menores y se dedicó a la comedia lírica y a la opereta, con relativo éxito, pues contó con la colaboración de su amigo músico Aristide Hignard. Indudablemente, nuestro personaje creía que su futuro se encontraba en el teatro.
En 1856 asistió a la boda de un amigo en Amiens y conoció a Honorine Deviane, de familia burguesa. Una viuda de 26 años, con dos hijas de corta edad, con la que se casó al año siguiente en París, en una ceremonia casi secreta. Fruto aquel matrimonio de conveniencia nacería, en 1861, su único hijo, Michel, fuente permanente de preocupaciones para su padre a causa de una  descarriada vida. El clásico personaje autodestructivo aplastado por la popularidad de su progenitor.
Para asegurarse ingresos fijos y suficientes se convirtió en agente de cambio y bolsa. No por ello dejó de seguir escribiendo obras puramente convencionales, que rutinariamente seguían la moda.

En 1860 inició una gran amistad con el famoso fotógrafo Nadar (Félix Tournachon), apasionado de la aerostática, y de su mano ingresó en la Sociedad Geográfica parisina. Allí conoció al célebre geógrafo anarquista Elisée Reclus (1830-1905), con quien mantuvo gran relación el resto de su vida. Reclus, especialista en morfología de la Tierra y geografía descriptiva, aparece mencionado en varias novelas vernianas.
Inesperadamente, a partir de aquel mismo año, se aisló en casa para escribir algo diferente, más cercano a la realidad y orientado hacia la novela geográfica y científica, bañado asimismo de elementos románticos. Su manuscrito fue sistemáticamente rechazado hasta que, animado por su amigo Dumas, llevó el texto al editor Pierre-Jules Hetzel (1814-1886), distinguido republicano laico, editor también de Hugo, Sand, Stendhal y Balzac. La perspicacia infalible de Hetzel al aconsejar a Verne que convirtiera su inconexa narración  -Viaje por los aires- en una fascinante novela de aventuras fue la catapulta inesperada hacia el triunfo, no sólo en Francia sino en el resto del mundo. Los libros “rojo y oro” de la colección Hetzel se vendieron con rapidez en todas partes. Su primera novela, Cinco semanas en globo. Viaje de descubrimientos en África por tres ingleses (publicada como libro en 1863), fue un éxito clamoroso. Inspirada en Poe, la novela contenía casi todos los ingredientes de sus posteriores  obras. Era la primera de una serie de aventuras aparecidas originariamente en folletones por entregas  -principalmente en el Magasin d’Éducation et de Récréation-  y luego en libro, que todos recordamos: Viajes y aventuras del capitán Hatteras, Viaje al centro de la Tierra, De la tierra a la Luna. Trayecto directo en 97 horas 20 minutos, Los hijos del capitán Grant, Viaje alrededor del mundo, Veinte mil leguas de viaje submarino y Alrededor de la Luna, segunda parte de De la Tierra a la Luna. Ya desde las primeras ediciones fueron ilustradas por los mejores dibujantes y artistas franceses del momento, dando así imagen al mundo aventurero y “profético” de Verne. Curiosamente, al mismo tiempo (1863), Hetzel rechazó, por deprimente, París en el siglo XX, una sombría predicción de la civilización urbana, cuyo manuscrito -dado por perdido- fue publicado en 1994. Las presiones del editor alsaciano para que no saliese al mercado esta obra, de fuerte tono pesimista, patentizaban el influjo del editor sobre el escritor y el rumbo a seguir. Así sucedería con otros proyectos de Verne, hasta el fallecimiento de aquél.
Tras la firma de un contrato “esclavizante” por veinte años con Hetzel, que en adelante sería también su censor y corrector  literario,  éste le encargó asimismo la redacción de una Geografía de Francia y sus colonias. Dada la nueva situación, Verne decidió dejar la Bolsa y vivir de sus producciones literarias.



Si bien fue un marino frustrado, no debe desdeñarse al viajero Julio Verne. Durante su etapa de residencia en París realizó varios viajes, viajes que de una forma palmaria influyeron en la temática de alguna de sus obras. En 1859, junto con el músico Hignard, viajó a Inglaterra y Escocia y dos años después hacia el mar del Norte. Con su hermano Paul cruzó el Atlántico en el  paquebote más grande del momento, el Great Eastern, efectuando una corta estancia en Estados Unidos y visitando las cataratas del Niágara. Un dato que olvidan bastantes de sus biógrafos es esta faceta de marino  -llegó a poseer tres barcos: el Saint Michel I, II y III- y el dato de que recaló en numerosos puertos de las dos orillas del Mediterráneo y en varios del Atlántico ibérico: llegó a fondear en Vigo y Cádiz. No está nada mal para este globe-trotter de sofá     -narra 62 viajes en casi 40 años-, tan entregado a la masiva lectura de documentos, informes, libros de todas las materias, periódicos y revistas, y al trato pedagógico de hombres de ciencia. Todo ello, recogido en más de 20.000 fichas, le serviría como fuente de inspiración para sus novelas e historias. Un hombre informado, sin duda.
En 1869 Verne abandonó París para instalarse en Le Crotoy, pueblecito de pescadores en el estuario del Somme, en el que solía pasar las vacaciones desde hacía varios veranos. No estaba lejos de Amiens, la ciudad de la familia de su mujer. En Le Crotoy adquirió una barca de pesca que trasformó en el Saint-Michel  -nombre en honor a su hijo-  y con él realizó varias salidas costeras. Durante la guerra franco-prusiana de 1870 nuestro protagonista fue movilizado como miembro de la Guardia Nacional, patrullando las costas próximas con su barco. A bordo del Saint-Michel escribiría Veinte mil leguas de viaje submarino y la enciclopédica Historia de los grandes viajes y de los grandes viajeros.
Tras la derrota francesa y la posterior represión de la Comuna de París (1871), se reinstauró la República después de veinte años de Segundo Imperio bajo Napoleón III. Muere su padre y llegan tiempos difíciles. Julio Verne tiene que volver a trabajar como agente bursátil, pues el editor Hetzel no pasa por el mejor momento, ni económico ni político. No es extraño, tampoco, que decida instalarse definitivamente en la tranquila ciudad de Amiens, no lejana de la capital.
Después de recibir el premio anual de la Academia Francesa  -institución que nunca lo aceptó entre sus cuarenta inmortales-  por el conjunto de sus primeros Viajes (1872), se dedicó a trabajar con un ritmo metódico de escritura y disciplina estricta, que mantenía incluso a bordo de su “despacho flotante”. De forma extraordinaria, por breve tiempo, volvió al género teatral, adaptando alguna de las novelas de la serie Viajes extraordinarios, lo que le supuso pingues beneficios y la posibilidad de cambiar dos veces de embarcación. Con el lujoso yate a vapor Saint Michel III  -adquirido en 1877-  realizó grandes cruceros por el mar del Norte, el mar de Irlanda, el Báltico y el Mediterráneo, como antes se ha dicho.
Todos los especialistas apuntan que tal ritmo trepidante de escritura  -amén de otros asuntos personales y familiares-   tuvo desde entonces una negativa repercusión en la calidad de las novelas. Indiscutiblemente, a  partir de 1880 empezó a cambiar los temas de las narraciones  -menos optimistas y más catastrofistas-  y los viajes no fueron tan extraordinarios. Sus últimas novelas  -incluidas las póstumas, revisadas o manipuladas por su hijo Michel-  no llegarían a ser tan conocidas por el gran público, como lo habían sido La vuelta al mundo en ochenta días, La isla misteriosa, Miguel Strogoff. De Moscú a Irkoutsk o Un capitán de quince años, por citar sólo algunas de las más populares. Novelas postreras menos celebradas pero que, sin embargo, esconden los prodigios más deliciosos del enigmático mundo verniano. El ataque a tiros sufrido a cargo de su esquizofrénico sobrino Gaston, la muerte de Hetzel  -ambos hechos en 1886-, y el fallecimiento de su madre, al año siguiente, acelerarían el declive literario de nuestro autor, que nos presenta una ciencia y un progreso en tono pesimista, alarmista a veces. Verne parece huérfano de espíritu: vende su apreciado yate a un particular.
1888 nos depara una doble sorpresa. Por un lado, decide entrar en política y, por otro, resuelve concurrir en la lista republicana radical-socialista a las elecciones municipales de dicho año, causando un grave disgusto a su familia y a sus allegados monárquicos. Julio Verne, hombre rico, que siempre se declaró conservador  -su postura ante la Comuna y el affaire Dreyfus lo certifican-, justificaría la decisión manifestando que la actividad política sólo tenía para él una intención cultural, de ser útil a su comunidad. Así lo haría durante los dieciséis años que fue concejal, en temas tan variados como urbanismo, educación, cultura y festejos populares. A lo que se ve, en el campo técnico, sus posiciones fueron avanzadas a pesar de su ideario político. En 1897 muere su querido hermano Paul y la salud de Jules se deteriora progresivamente.
En fin, derrotado por la enfermedad, perseguido por la melancolía, este hombre íntimo se despedirá de los suyos en la aburrida ciudad del norte francés el día 24 de marzo de 1905. Amparado en la confortabilidad de su lecho, la muerte le llegó dulcemente -un coma diabético-, cuando apenas acababa de escribir las últimas cuartillas de su novela El faro del fin del mundo. Tenía 77 años. Allí fue enterrado Julio Verne, él mismo  un personaje verniano. Su fallecimiento conmocionó al mundo entero y sus funerales fueron un acontecimiento extraordinario, como lo fue el hecho de que sus obras  -inéditas bastantes de ellas-  sobrevivieron a la muerte. Regida por el número tres, su vida fue su propia novela: tres ciudades -Nantes, París, Amiens-, tres barcos del mismo nombre y tres pasiones: la música, el mar y la libertad.
Aunque las generaciones actuales siguen otros rumbos literarios, nadie duda de que Julio Verne es un escritor prodigioso, de una fantasía asombrosa y dotado de una relativa capacidad para pronosticar, “anticipaciones retrospectivas” dirá Antonio Gramsci. Nadie discute su excelente capacidad de novelar la ciencia para hacerla accesible a los profanos, aunque para ello llevase a la ficción las conjeturas racionales.  De hecho, sus libros siguen editándose en el siglo XXI a pesar de ser un escritor del XIX, pues periódicamente da señales de entusiasmo entre lectores de sucesivas generaciones. El “eterno retorno” del que habla Miguel Salabert. La erudición enciclopédica y la riqueza de su imaginación no han sido superadas, aunque en la actualidad sus obras, en una ambigua rehabilitación literaria,  posiblemente sean leídas mucho más por adultos  -una recuperación de la infancia o un descubrimiento tardío del universo verniano-  que por jóvenes. Verne no fue un escritor sólo para niños, aunque ha de reconocerse que su identificación con la literatura infantil está irremediablemente enraizada.



En todo caso, la lectura de las aventuras científicas de Julio Verne es recomendable como recurso pedagógico: son lecciones por lo que tienen de educativo, de solidaridad y altruismo, de insobornabilidad y espíritu crítico, de exaltación del valor y del esfuerzo, sin bajezas morales de ninguna tipo. Así lo señalaba el sabio alicantino Rafael Altamira, hace cien años ya.  
Los Viajes extraordinarios del culto e innovador Jules Verne todavía no han envejecido, son ediciones siempre vivas. Como señala uno de sus estudiosos –Jean Chesneaux-,  siguen vivos porque plantearon el siglo XIX los problemas a los cuales nuestra época no ha podido y no puede escapar. Además, revisitar a Verne puede ser una cura garantizada para quien sufra un exceso de estupor ante la inflación de fantasías irrelevantes sobre duendes, magos y enanos.
Pero nos tememos que, tal como están las cosas en nuestra enseñanza, es posible que los alumnos sigan sin saber en qué año murió Jules Verne, lamentablemente. Corrobora lo que decimos una de las noticias más escandalosas  -y no es ciencia-ficción-  que ha recibido este país y que fue recogida por la prensa nacional el pasado mes de septiembre de 2005, reflejo de una prueba realizada por la Consejería de Educación de la Comunidad Autónoma de Madrid entre alumnos de sexto curso de Educación Primaria: un 50% de los niños han sido incapaces de realizar el mínimo esfuerzo deductivo que suponía responder a la pregunta: “¿En qué año murió Julio Verne si murió hace cien años?”. Que se sepa, nadie ha alzado la voz dentro de la administración educativa para considerar que dicho dato merecía proponer un urgente remedio. Acaso no interese a casi nadie porque, entre otras razones, el autor francés sabe todavía abrir los ojos a los adolescentes inteligentes, acción peligrosamente “revolucionaria” en los tiempos que corren, en los que parece haberse instalado la resignación como filosofía.

*     *     *

* Publicado originariamente en la revista Platero (Oviedo), nº 153, diciembre 2005, pp. 3-9

© Todos los derechos reservados

No hay comentarios:

Publicar un comentario